Encontré fotos viejas ayer. Viejas, de hace mucho tiempo, de años. El papel fotográfico aun se conserva en buen estado pero esa que esta ahí, ya no soy yo y, sin embargo, me reconozco. También reconocí paisajes, olores, y sensaciones. Tenía apenas 18 años y todo un mundo por descubrir. En esa etapa me encontraba encontrándome, constantemente. Lo raro es que me ubiqué, al pasar. Me descubrí en mi entorno, en otros. Eso fue increíble. Sí, creo que ese viaje fue un antes y un después, como una línea divisoria para comprender hacia dónde quería empezar a ir, mi punto de partida. Claro que, luego hay abatares imprevistos que modifican un poco lo esperado del camino pero, como a mí la rutina me agobia, disfruté de ello.
Pienso que, existe mucha gente que pasa por la vida de uno como si nada, de repente aparece un sentimiento como si haría años que la conocerías y luego, cada uno elige sin permiso seguir por otro lado. Es aquí donde afirmo la teoría de la finitud, de Fina (¿Redundante? Van a ver que no). Cuando uno toma consciencia de que nada es para siempre, incluso las relaciones humanas, pero verdadera consciencia, es decir, tomarlo como algo axiomático, inevitable, pero sin culpas ni nostalgias, automáticamente surge un sentimiento de aprovechar al máximo a quienes te rodean. A intentar descubrir cuál es la esencia neta del otro, como néctar para, tal vez egoístamente, aprehenderla. Estoy convencida de que no hay ser en esta Tierra de la cual no podamos aprender absolutamente nada. Y, como tal, vamos formándonos unos a otros y tomando posta de aquel entrecruzamiento en la vida con el otro. De allí, mi lema: De toda experiencia se aprende y se construye. Y ahora me pregunto: ¿En cuántas cosas habrás influido en mí? Por que, al fin y al cabo, ya perdí consciencia de ello.
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